El perro es un animal noble. Un ser cuya
devoción por los humanos excede a veces los límites del amor: el amor, como lo
concebimos nosotros, un amor humano y egoísta. Es el compañero incondicional que
cualquier persona puede tener, sea una solterona, un viudo, un solitario o un
niño (dependiendo de su carácter, podría preferir un gato).
Hay perros que salvan vidas, tras
terremotos, inundaciones o descuidos; perros que protegen y cuidan a sus dueños,
arriesgando su vida. Perros para asistir a un ciego, para jalar un trineo, para
acompañar un guardia.
Así, los canes se han ganado justamente el
apelativo de “mejores amigos del hombre” (y la mujer). Tuvo que ser así. Las
grandes parejas son disparejas: la mujer dominante necesita un pusilánime que
se deje mangonear, igual que el machista requiere de una sumisa para que ambos
sean felices. Los opuestos se atraen. La sádica requiere un masoquista para dar
rienda suelta al placer.
Así que, qué otro ser podría ser mejor amigo de una
especie tan despreciable como el ser humano. Un especimen vil, traicionero,
convenenciero, ególatra, prepotente y egoísta como él solo.
Por eso no están nada errados aquellos que aseguran vehementes que cuanto más conocen a los humanos más quieren a sus perros. Pero eso cualquiera.
Por eso no están nada errados aquellos que aseguran vehementes que cuanto más conocen a los humanos más quieren a sus perros. Pero eso cualquiera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario