Me cayó bien desde la primera vez que lo
vi en una lucha: quizá por su máscara, por ser técnico, pudiera ser que por su
sobrenombre de “ídolo de los niños”. El chiste es que muy pronto se convirtió
en mi luchador favorito, mi ídolo. Y así, entre todos los luchadores a los que
seguíamos en la televisión, Atlantis fue mi elegido.
Ya tenía 20 años cuando lo vi de cerca por
primera vez. Nos llevaron luchas a la escuela para festejar el final del
semestre, entre los luchadores que asistirían estaba Atlantis, mi ídolo de la
infancia. Así que conseguí cartulinas y plumones, con los que elaboré unas
pancartas. En una de ellas hice un dibujo de Atlantis y le agregué la leyenda: Atlantis párteles su madre. En la otra
escribí que Atlantis es el más chingón.
Llegamos temprano al evento y nos pudimos
sentar en la segunda fila. Cuando llegaron los luchadores, entre el desmadre
levanté mi pancarta. Cuando mi ídolo la vio me miró y levantó el pulgar,
señalándome. Yo echaba relajo con mis cuates, pero esa pequeña seña que me
dedicó mi admirado luchador me hizo muy feliz, reía y cotorreaba con mis
camaradas pero dentro de mí había sido tocado de una forma inexplicable. Como
el niño que conoce a Peter Pan.
Más adelante, en su lucha, cuando iban una
caída ganada cada equipo y Atlantis estaba sobre el ring, grité lo más fuerte
que pude: “Atlantis, hazle la Atlántida”: la llave de su invención, ante la que
nadie se resiste, esa en la que los “quiebra” en su espalda. Fui aún más feliz
ya que unos momentos después la lucha terminó luego de que el oponente se
rindiera ante la mencionada llave.
Otro día, algunos años después de eso,
fuimos a las luchas después de la fiesta de cumpleaños de mi hermana. Ahí
compré una máscara de Atlantis que me puse inmediatamente. Al salir del evento,
todavía con mi máscara puesta, fuimos por el coche para irnos.
Ya en la avenida, el coche delante de
nosotros no avanzaba, estaba esperando unas personas. Me disponía a tocar el
claxon cuando las personas a las que esperaban llegaron al automóvil, entre
ellos un pequeño de unos 6 años, que al voltear hacia atrás me miró, sonrió de
oreja a oreja y señaló diciendo “ahí va Atlantis, ahí va Atlantis”, yo lo
saludé sonriendo también, contento de no haber tocado el claxon, más contento
de ser el responsable de unas sonrisas infantiles a nombre de mi ídolo de la
infancia.
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