Han sido varias veces las que –después de
haberme convertido en padre– alguna que otra persona me ha dicho, en un tono
entre broma y reproche, que ya me ha llegado el tiempo de pagar todas las cosas
que hice, como hijo, por supuesto. Que con mi hijo saldaré las cuentas
atrasadas con mis padres por mi mal comportamiento.
También más de una vez he reprochado que
no tengo ninguna preocupación sobre esto, ya que fui un buen niño: obediente y
temeroso, estudioso –no sé qué habrá pesado más, el temor a las represalias
paternas o el gusto por las buenas notas–, tranquilo y mustio. El sueño de
cualquier maestra escolar.
Como ya he contado anteriormente (de identidades) fui un niño modosito y bien portado. Buen católico.
Mi hijo –para fortuna o desgracia suya– es
casi igual a mí (yo diría que 95%). Y se ha cumplido el viejo adagio: estoy
disfrutando de un niño increíble, bien portado y con buenas notas (aunque éstas
no me interesan, sé que no tienen valor alguno), muy amoroso, con el que pasar
el tiempo es la mayor bendición y lujo que puede existir. Se les cumplió la
“fatal” profecía (ríome).
Sé que soy muchas cosas, cosas
desagradables, conozco mis defectos y a la mala convivo con ellos. También sé
–esperando no pasarme de presuntuoso– que soy un buen padre, y eso en verdad me
enorgullece.
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