miércoles, 11 de marzo de 2015

Perros, gatos y prejuicios




Dice una canción de Arjona: “te heredan sus complejos, iglesia y hasta equipo de futbol”. Dice otra de Serrat: “cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, con nuestros rencores y nuestro porvenir”. Pocas cosas son más ciertas. Los hijos heredamos las creencias y prejuicios de nuestros padres, sus supersticiones y gustos. No nos queda de otra.

En mi casa por ejemplo, los gatos están malditos. No puedo ver uno sin sentir algún tipo de repulsión o molestia. Aprendí a odiarlos. De niño escuché bastantes historias con ellos como los malos del cuento: personajes diabólicos, empeñados en dañar, seres despreciables.

Contrario a ello, desde muy pequeño supe que el perro era el mejor amigo del hombre. Y desde que nos mudamos a una casa grande, siempre ha habido uno o dos perros en la casa. Además, vimos algunas películas donde los perros eran artífices de grandes proezas, héroes incluso.

Así que, aprendí que el perro es un ser casi celestial, mientras que el gato podría ser un demonio. El fiel y el traicionero, el lindo y el ingrato. El bien y el mal encarnados en dos animales, antagonistas por decreto no sé de quién. Más adelante vi las cosas diferentes. El perro es dependiente, mientras el gato es libre.

Pienso, que si tuviera que elegir una mascota, me inclinaría por un gato; tampoco aprendí a acariciar perros, salvo cuando eran muy pequeños (el perro servía para proteger la casa, no para jugar con él), pero al parecer son más sencillos de atender, mucho más limpios también. Aunque siendo sincero, no necesito cuidar un animal para sentirme bien. 

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