Dice una canción de Arjona: “te heredan
sus complejos, iglesia y hasta equipo de futbol”. Dice otra de Serrat: “cargan
con nuestros dioses y nuestro idioma, con nuestros rencores y nuestro
porvenir”. Pocas cosas son más ciertas. Los hijos heredamos las creencias y
prejuicios de nuestros padres, sus supersticiones y gustos. No nos queda de
otra.
En mi casa por ejemplo, los gatos están
malditos. No puedo ver uno sin sentir algún tipo de repulsión o molestia.
Aprendí a odiarlos. De niño escuché bastantes historias con ellos como los
malos del cuento: personajes diabólicos, empeñados en dañar, seres
despreciables.
Contrario a ello, desde muy pequeño supe
que el perro era el mejor amigo del hombre. Y desde que nos mudamos a una casa
grande, siempre ha habido uno o dos perros en la casa. Además, vimos algunas
películas donde los perros eran artífices de grandes proezas, héroes incluso.
Así que, aprendí que el perro es un ser
casi celestial, mientras que el gato podría ser un demonio. El fiel y el
traicionero, el lindo y el ingrato. El bien y el mal encarnados en dos
animales, antagonistas por decreto no sé de quién. Más adelante vi las cosas
diferentes. El perro es dependiente, mientras el gato es libre.
Pienso, que si tuviera que elegir una
mascota, me inclinaría por un gato; tampoco aprendí a acariciar perros, salvo
cuando eran muy pequeños (el perro servía para proteger la casa, no para jugar
con él), pero al parecer son más sencillos de atender, mucho más limpios
también. Aunque siendo sincero, no necesito cuidar un animal para sentirme
bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario