Cuando era pequeño el mundo parecía un
lugar fantástico. Un increíble lugar donde por ejemplo, tus dientes eran
tomados por el Ratón de los dientes a
cambio de unas monedas; y si te portabas relativamente bien, el Día de Reyes serías recompensado con
juguetes ( a mis hermanos y a mí nunca nos trajeron los juguetes que pedíamos,
pero aun así éramos infinitamente felices el 6 de enero) traídos mágicamente
por tres inmortales reyes. Un hombre de gran barba blanca recorría increíblemente
el mundo en una noche, llevando obsequios a los niños: a nosotros nos traía
ropa, porque los juguetes los traerían los Reyes. De igual forma si nos
portábamos mal, el coco nos
molestaría en sueños, así que nos encomendábamos a nuestro angelito de la guarda para que velara nuestros preciados sueños. El
mundo era un mágico lugar donde todo era posible.
También nos contaron la historia de Jesús,
el hijo de dios. Otra historia fantástica. Nació de una mujer que a la vez era
su madre y su hija, era nuestro dios y nuestro hermano al mismo tiempo y debió
morir para salvarnos. Mientras vivió realizó muchos “milagros”, como aparecer
comida o revivir muertos.
Vivíamos entre estrellas fugaces que
concedían deseos y ángeles protectores que cuidaban nuestro andar.
Un mal día todo acabó. Nuestros padres
encarnaban a todos esos queridos seres fantásticos que tanta ilusión nos
provocaron. Ellos compraban la ropa y los juguetes, ellos ponían las monedas
bajo la almohada. Incluso el coco era una maquiavélica invención. No importaba qué tan buen niño eras, sino qué tanto dinero poseían tus padres.
La realidad suplantó a la fantasía, pero
no del todo. Todas las historias religiosas seguían siendo verdaderas: la magia
de dios era real mientras que la de los Reyes Magos era una charlatanería. Las
estrellas fugaces no concedían deseos, pero Jesús, su madre la Virgen o san
Judas, si tenían esa cualidad. Sólo había que tener fe.
Supongo que por eso hay quien dice que
dios es el Santaclós de los adultos.
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